Pretemporadas y Neymar
Un descanso y una foto
Llegó el descanso del partido de vuelta. Nos jugábamos el seguir peleando por ascender de categoría. En la ida ya habíamos ganado 3-0 y la vuelta se jugaba en césped, o una superficie similar; más bien una robusta hierba que nos recordó durante un par de días en forma de picor que lo verde sobre lo que juegan en el Bernabéu nada tenía que ver con aquello. Ese descanso sirvió para que nuestro entrenador, quizá con el más disfrutamos jamás, no nos hiciese ni una solo anotación táctica sobre el partido. Se limitó a comentarnos que había traído su cámara de fotos, y que había que darle uso. “Tras el primer gol que hagáis en el segundo tiempo corred hacia mí para celebrarlo y tiraos al césped, que os voy a hacer una foto”.
Entrenador y fotógrafo improvisado, Pablo sabía de nuestra ilusión por pisar por primera vez un terreno de juego en el que no tragásemos polvo y que no nos recordará en el invierno que las manchas de barro no se quitan. Los campos de tierra nos enseñaron a meter la pierna y a degustar como si de un jacuzzi se tratase la ducha de después. Algunos, como Bonilla, decidieron que la mejor forma de competir en un campo embarrado y encharcado era ojear en los primeros compases todo el terreno en busca del charco más grande y profundo para luego precipitarse de cabeza en él, aunque la jugada no lo precisara. A partir de ahí, su partido era un baile en tacones mientras otros se dedicaban a saltar de puntillas por cada milímetro de insignificante charco.
El balón se puso en juego y al poco de la reanudación fui yo, que no era precisamente el más goleador del equipo, el que tuvo la fortuna de hacer el tanto de esta historia. Y para qué ser modesto: quizá fue uno de los más bonitos que he hecho jamás, picando desde fuera del área la pelota ante la salida del portero rival. Acto seguido, recordé la única indicación del descanso: correr hacia nuestro banquillo.
Todavía recuerdo esa carrera. Pablo cámara en mano y el resto de compañeros, al igual que yo, corriendo como si montáramos un contragolpe hacia nuestro entrenador.
Es la foto de un tiempo que representa la felicidad. La foto que te recuerda con quién has compartido los mejores años de tu vida; esos en los que no eres consciente de nada de lo que sucede más allá de un rectángulo de juego. Es la foto de un tiempo en el que los padres no se entrometían en lo bueno o lo malo que era su hijo, tan solo en su grado de felicidad. Es la foto que invoca un tiempo en el que hasta el central regateaba. Hoy ya no se juega en la calle, donde tenías que regatear a tu rival, a tu compañero que también quería abusar de la pelota y a cada vecino que paseaba y amenazaba con pincharte aquel esférico objeto que se había convertido en tu mejor amigo.
Ese año finalmente no conseguimos ascender, pero era lo de menos. Lo de más queda en la única premisa de aquel descanso. Nos queda la foto.
El verano en mi pueblo
El verano en mi pueblo es frío, porque sabe a cerveza helada. Es húmedo, porque el “llanino” siempre nos ha regalado tardes en las que el sol se resistía a partir. Es justo, porque jugamos una liga de verano en la que el mejor casi siempre es el que menos bebió anoche.
El verano en mi pueblo es una delicia, menos cuando no, que es ese momento de la tarde en el que sólo a un loco se le ocurre asomarse a una calle adornada por unas aceras que escupen fuego y unas sombras que resultan inútiles.
Aquí por la noche “parece que refresca”, y los últimos en recogerse no son los jóvenes que llenan los parques, sino las abuelas que se sientan “al fresco” desde que acaba el “parte” hasta que el nieto entra en casa.
Las fiestas de los vecinos son y serán siempre peores, pero aún en esas, vamos, las llenamos, las hacemos nuestras y repetimos al año siguiente. La función se acaba a la hora a la que empieza un lunes, con fuegos y luces que nos recuerdan que se acabó, pero que volverá y será igual de bueno y brillante que fue siempre.
En mi pueblo hay amores de verano que duran toda una vida. Y amores de toda una vida que se dan una tregua en el verano. Porque el verano en el pueblo desconcierta; aparecen caras que “te suenan”, pero que jamás has visto, porque te haces mayor, y los sábados ya no son tanto una excusa para beber, sino para ver a unos amigos que cada vez están más lejos, pero que siempre sientes cerca.