Me encantaban las pretemporadas, sobre todo una vez había
decidido no ser partícipe de ellas. Pero desde el sofá me encantaban. Veías
partidos en los que el defensa más rudo era tumbado por un chaval impetuoso y
arrogante, con ganas de comerse el mundo. A los que hemos crecido en
Extremadura, las pretemporadas nos huelen a polvo, a un campo cobrizo y duro que
en pocas ocasiones llegaba a tocar un esférico con alas. Pero sobre todo la
pretemporada me lleva a la calle, a veranos en los que más horas de sol
significaban más tiempo de castigo a la pared del vecino, mancillada una y otra
vez por una pelota que iba y venía hasta el ocaso.
Ya no se juega en la calle, y esta obviedad mil veces
repetida no solo me frustra cuando no veo balones arañados por el asfalto, me
entristece cuando cada domingo veo más futbolistas esculpidos de manera
robótica en las mejores escuelas de fútbol y menos jugadores anárquicos de
calle; esos que ningún entrenador quiere hasta que le resuelven el primer
apretado partido. Por eso Neymar cuesta 220 millones.